jueves, 2 de septiembre de 2010

El ejército de Evo

Editorial del periódico La Nación del día de hoy. Digno de hacer circular.

Costa Rica es una nación incómoda. En 1949 abolió el Ejército y así creó a sus vecinos la necesidad de justificar el propio. La hazaña, o el mal ejemplo, según se mire, se lo debemos al jefe de una revolución triunfante, capaz de renunciar a las armas (y al poder) una vez ganados los objetivos del alzamiento. El gesto de don José Figueres Ferrer no tiene paralelo, pero pocos se lo perdonan en el vecindario americano.

Llevan nuestros detractores la pesada carga de justificar cuantiosos gastos militares financiados con el sudor de pueblos misérrimos, dignos de mejor destino, pero gobernados por políticos incapaces de proveerlo.

Cantan, pues, alabanzas a la gloria de sus armas y niegan toda virtud a nuestra decisión soberana. Niegan, también, la existencia misma de esa decisión. En el folclor centroamericano abundan las leyendas sobre la existencia de un solapado ejército costarricense, pese a la incontrovertible ausencia en suelo nacional de un solo tanque o avión artillado.

Ahora, el presidente de Bolivia, Evo Morales, resuelve la contradicción. No tenemos tanques ni aviones porque “el ejército de Costa Rica es el de los Estados Unidos”. La afirmación reviste la misma certeza de que hizo gala Morales cuando estableció un vínculo de causalidad entre el homosexualismo y el consumo de pollos criados con hormonas.

Cuando menos, Morales debería reconocer que la proscripción del Ejército es una renuncia a la agresión internacional. Sin armas propias, no podemos decidir a quién atacar. Tampoco queremos hacerlo. Costa Rica confía en los mecanismos multilaterales de defensa y en los organismos establecidos para la resolución pacífica de conflictos. Mantiene relaciones armónicas con sus vecinos y le falta, para invertir en salud y educación, el dinero que a Bolivia parece sobrarle para mantener un aparato militar.

La desafortunada declaración de Morales se dio en el contexto de desmedidas alabanzas para el Ejército boliviano. Ante un auditorio de militares, Morales relató que el poder le ha enseñado “la importancia que tienen las Fuerzas Armadas para un país como Bolivia y todos los países del mundo”.

Cuando un presidente costarricense habla de la abolición del Ejército, complace los oídos de sus conciudadanos. Cuando un presidente boliviano elogia las virtudes de sus armas, nunca se sabe si intenta prevenir un golpe de Estado. En el mejor de los casos, procura complacer a un actor político y social de desmedida importancia. Poco importa si para hacerlo debe revolcar las gavetas de la historia en busca de algún jirón de añejas glorias, reales o imaginadas.

La importancia del Ejército en la historia boliviana es innegable. En eso lleva razón Morales. Sin Fuerzas Armadas, Bolivia no habría tenido 84 presidentes desde 1826, además de un nutrido número de juntas gobernantes. El Ejército se ha constituido en una eficaz limitación a la permanencia en el cargo (menos de dos años por gobierno) y un prolífico proveedor de reemplazos.

En el ámbito internacional, el Ejército boliviano es protagonista de una larga cadena de gloriosas derrotas. En la guerra del Pacífico, perdió con Chile una importante porción de territorio y la salida al mar. Luego, dejó en manos de Paraguay tres cuartas partes del Chaco boreal, en una guerra donde el enemigo, todavía extenuado por la pérdida de la mayor parte de su población masculina a manos de la Triple Alianza, se vio obligado a enviar a niños al frente. Así logró contar con la mitad del número de tropas emplazadas por Bolivia.

Como buen ejército latinoamericano, el de Bolivia ha alcanzado su máxima eficacia cuando dispara para adentro. La masacre de El Alto, en octubre del 2003, es una de las más recientes y dejó un saldo de 68 muertos. Evo Morales debe saberlo, porque entre los fallecidos figuran trabajadores afines a la coalición que lo llevó al poder.

Pero ningún gobernante con aspiraciones autoritarias renunciará jamás a las Fuerzas Armadas. Para eso hace falta un demócrata convencido, con sentido práctico y fe en las instituciones republicanas, como los que, afortunadamente, no le han faltado a Costa Rica.

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